SAN HUGO DE CLUNY
Abad (+ 1109)
Hugo, hijo del Conde Dalmacio y de Aremburgis de Vergy,
nació en Semur, Brionais, diócesis de Autun (Francia), el año
1024. Cuando tenía siete añ4'ls, el padre quiso darle una educa-
ción militar, conforme a su"rango. Pero al parecer, Rugo no era
muy diestro en equitación IY en la caza (pasión de la nobleza de
la época), y que a él le repugnaba. El niño, en cambio, tenía
como pasión la lectura y el estudio, lo que obligó a su padre, al
cabo de un tiempo, a ponerlo bajo los atentos cuidados de su
tío-abuelo Rugo, obispo de Auxerre que lo hizo ingresar en la
Escuela de! Priorato benedictino de San Marce!o. Encontró allí
mucho más de lo que pensaba; la lectura de los evangelios le
hizo desear hacerse monje y entrar en un monasterio.
Temiendo la intolerancia de su padre y no queriendo resistir
a la llamada de Dios, se dirigió directamente a la abadía de
Cluny. Tenía entonces apenas quince años. Admitido en e! novi-
ciado por el abad Odilón, profesó en 1039. Fue ordenado
sacerdote, a los veinte años, en virtud de los privilegios concedi-
dos a Cluny, y a los 24, el abad le nombró «gran-prioD>, título
que se daba en la gran abadía, habitada por cientos de personas,
entre monjes y empleados, al vicario del abad, sobre el que re-
caían grandes responsabilidades. Durante tres años, al tener que
estar en diario contacto con su abad, ya más que octogenario,
pudo aprender mucho de su vida y doctrina. Teniendo que rela-
cionarse, a causa de su cargo, con numerosas personas, todas
quedaban prendadas por sus cualidades humanas del nuevo y
joven prior, y sobre todo por las espirituales de caridad, bondad
y paz inalterable. Viendo su abadía en buenas manos, Odilón
quiso viajar a Roma ya que quería morir y descansar junto a la
tumba de los Apóstoles y dejó al gran prior el cargo del gobier-
no espiritual y temporal del gran monasterio. Parece ser que la
estancia en Roma sentó bien a Odilón y su salud se restableció,
por lo que se sintió obligado a retornar a su abadía. En el entre-
tanto, Rugo se vio precisado a reemplazar a su abad en una mi-
sión junto al emperador Enrique IIl, en Worms, misión que
quedó cumplida con acierto. Durante el viaje tuvo ocasión de
entrevistarse con Bruno de Toul, el futuro León IX, al que le
pudo ayudar con algunos sabios consejos.
Acabada la misión y volviendo de camino le llegó la noticia
de la muerte de su abad Odilón, por lo que se apresuró a regre-
sar a Cluny para la elección del sucesor. Los que tomaron parte
en la elección dieron unánimemente sus sufragios a Hugo, y el
recién elegido, con sólo veinticinco años, recibió la bendición
abacial el 22 de febrero de 1049. Algunos meses más tarde, par-
ticipó en el Concilio de Reims presidido por León IX, ganándo-
se la simpatía de todos por su actitud, sus argumentos y reparos
contra la simonía y la conducta irregular de los clérigos. Ha-
biendo seguido al Papa a Roma, Hugo fue uno de los miembros
del Concilio que se tuvo allí en la Pascua de 1050; se trató por
primera vez de los errores de Berenguer de Tours sobre la Eu-
caristía. El abad de Cluny quedó unido, desde aquel entonces,
con una amistad sólida y fecunda con Federico, abad de Monte
Casino, entonces canciller de León IX, y con Hildebrando, abad
de San Pablo.
Apenas vuelto a su abadía, Hugo tuvo que trasladarse a Co-
lonia para ser padrino del príncipe Enrique de Alemania, de
donde volvió con regalos magnificos para su abadía. Entonces
el papa León IX le encargó de una difícil misión en Hungría; se
trataba de conciliar al rey Andrés con el emperador; a la vuelta,
uno de los feroces señores campesinos de la época robó parte
de sus equipajes ymetió, sin más, en la cárcel a los monjes de su
comitiva. Para salir bien de tal percance Hugo invocó a San Ma-
yolo, su santo y antiguo antecesor, y pronto pudo solucionarse
el problema; al día siguiente, en efecto, el usurpador vino a pe-
dirle perdón de rodillas y puso en libertad a todos los suyos.
En 1054, Hugo se enteró del asesinato de su padre a manos
de Roberto el Viejo, duque de Borgoña y esposo de Alix de Se-
mur, su hermana mayor. Por crimen tan horrendo se impuso
muchas penitencias para expiado en nombre de su familia; a
causa de estos dramas familiares, su madre, ya viuda, se retiró al
convento de Marcigny. En el año 1056, Hugo obtuvo del suce-
sor de Víctor II la confirmación de los bienes, derechos y privi-
legios de su abadía; Hildebrando, encargado de redactar la bula,
y nombrado legado en Francia, fue a Cluny, y quedó profunda-
mente edificado al oír los sermones que el abad Hugo dirigía en
el capítulo a sus monjes; con todo ello se reafirmó el lazo de
amistad que les unía, e Hildebrando no cesó nunca de hablar
encomiablemente y por todas partes del abad de Cluny.
Después del Concilio de Tours, al que ambos asistieron, y
donde Berenguer tuvo que pronunciar una nueva abjuración,
tan poco sincera como l~ precedentes, los dos amigos volvie-
ron a Borgoña. A la muckte del emperador Enrique III, Hugo
no pudo dirigir, como hubiese querido, la educación del joven
príncipe, su ahijado, ni defender a la emperatriz Inés contra la
insidia de funestos consejeros, por lo que tuvo que sufrir en si-
lencio ver a la corte imperial descarriarse por el camino del cis-
ma. El sucesor del papa Víctor II fue Esteban X, el antiguo
abad de Monte Casino, Federico, al que Hugo estaba unido por
la amistad. El pontífice invitó al abad de Cluny a ir a su lado,
para ser su consejero junto con Pedro Damián. Nicolás II, que
sucedió a Esteban, nombró a Hugo su legado en Francia para
ejecutar en Aquitania los decretos del Concilio romano contra
los clérigos simoníacos y escandalosos. Hugo, en este cometido,
presidió varios Concilios, en Aviñón y en Vienne, en la provin-
cia de Toulouse. Dio al nuevo monasterio de Marcigny leyes
más estrictas, enviando al monje Renchon para asegurar el cum-
plimiento. Las monjas, entre las que unas eran cenobitas y otras
ermitañas, no debían nunca salir de los límites de la clausura.
En 1063, bajo Alejandro II, Hugo asistió al Concilio roma-
no para plantear la causa de la exención monástica. Obtuvo que
el cardenal Pedro Damián fuera enviado como legado en Fran-
cia para hacer justicia en este punto. Fue entonces cuando Pe-
dro Damián pudo visitar por primera vez la ya tan célebre Aba-
día de Cluny. Lo hizo con admiración y lo que vio fue ocasión
para hacerse más de una reflexión. ¿Cómo, pensó, pueden estos
monjes ser santos, y verdaderamente hijos de santos, viviendo
en este marco tan grandioso? 1'; sin embargo, ¿cómo no van a
ser santos y andar verdaderamente por el camino del cielo,
cuando llevan con tanta alegría una carga tan pesada, el peso de
una observancia tan exacta? Un día, se fijó en la abundancia
de la mesa, pero al día siguiente quedó admirado por la severi-
dad del ayuno. No obstante, se preguntaba si se daba entre ellos
la obedtencla y la mortificacIón en el ffilsmo grado, pues ello
slgruficaría que había llegado a un sumo grado de perfeccIón
evangéltca. Confió sus dudas al abad, y Hugo le respondió
sonriendo:
<<MI quendo padre, veo que queré1s embellecer nuestra corona
aumentando nuestros ayunos; es cosa de agradecer; sm embargo,
conViene que, antes de determmar alguna cosa más, pase una se-
mana con nosotros y trate de cumphr con todo lo que hacemos.
Después juzgará en qué medida será necesano añadir algo Porque,
en fin, así como hay que probar antes un plato, antes de declf S1 le
falta sal, así conViene que pruebe pnmero observar y cumpl1r una
semana con todo lo que hacen los monjes todos los días de su
Vida, antes de Juzgar S1 es mucho o poco».
El cardenal después de experimentarlo por unos días llegó a
la conclusión de que estaba muy por encima de sus fuerzas y no
volvió a mentar el tema. Su humilde actltud edificó tanto a los
hermanos que se decidió en el capítulo altmentar y vestir un po-
bre, y cantar un salmo a la mtención del cardenal Pedro Da-
ffilán, durante su vida. Y después de su muerte se cantaría la
misa por el reposo de su alma, en el día anlversario. El legado
reconcilió al obispo de Ma<;:on con el abad de Cluny que desde
entonces convivieron en buena inteltgencia.
Más tarde, en sus cartas al abad Hugo, Pedro Damián re-
cuerda con gusto aquellos días vividos en Cluny, así como los
buenos ejemplos reCIbidos de su abad:
«En Cluny, escnbía, como en la pnm1t1va Igles1a, rema la car1-
dad, desborda la alegría esplrltual, la paz y el b1en común; la pa-
C1enC1a hace que se acepte todo, la longarurrudad todo lo soporta.
Rema una esperanza Vigtlante, una fe sól1da y una candad sm falta
que se unen a la hurntlde obedienc1a que lava los pecados en la ob-
servanCla de leyes verdaderamente monásttcas».
Así, alrededor del abad y bajo su gobierno, doscientos relt-
glosas, al menos, con un orden adrntrable, en el seno de una tal
aglomeracIón, cumplían todas las observancIas monástlcas, a
pesar de la diversidad de tantos detalles. Alrededor del OfiClO
dtvino, que absorbe la mayor parte del tiempo, se ordenaba toda
la vtda conventual. La ley de la penitencIa por el trabajo, sea ma-
nual o intelectual, se respeta al máxtnlo y es fuente de muchos
méritos; además la instrucción de los niños, que más tarde se-
rían monjes, se atendía con sumo cuidado.
No cabe duda que al abad que gobernaba esta gran familia,
Dios le había enriquecido con multitud de gracias. Aun externa-
mente, Hugo estaba dotado de una gran prestancia física. De
gran estatura, pero bien pr9porcionada, sus rasgos de una belle-
za varonil denotaban su l/lrigen noble; unía a este exterior im-
ponente una gran dulzura que siempre le ayudó en el trato con
todos los que él tuvo qué relacionarse. Inflexible ante las natu-
ralezas rebeldes e indisciplinadas, mostraba una sobrenatural
ternura para con las personas dóciles y entregadas a la voluntad
de Dios. A sus enseñanzas, amables y llenas de prudencia, aña-
día su propio ejemplo; dormía en el dormitorio común, era aus-
tero y muy sobrio en las comidas; pero, con diferencia de algu-
nos grandes reformadores e incluso santos, se guardaba de
prescribir a sus discípulos las austeridades excepcionales que él
mismo se imponía. En realidad, durante los quince primeros
años de abadiato, 1049-1063, sus ausencias del monasterio no
superan el total de cinco años, cosa sorprendente entre los
grandes abades de la época, que eran llamados a resolver pro-
blemas entre obispos y nobles y a formar parte de Concilios re-
gionales o nacionales, etc. Hugo, a pesar de sus viajes, pasó la
mayor parte de su vida en su monasterio y Cluny fue realmente
la casa de su reposo donde vivió como verdadero monje, al
servicio de sus hermanos y dando culto a Dios. La oración fue
verdaderamente su vida, y la contemplación continua su mayor
ocupación en medio de obras y trabajos múltiples; la vida so-
brenatural se desarrolló sobreabundante en Cluny durante todo
su abadiato.
Después de la visita de Pedro Damián, Hugo invitó al obispo
Achard de Chalon a venir a dedicar la iglesia que había levantado
en honor de la Santísima Virgen, junto a la gran iglesia abacial.
En 1065 según una opinión probable, encontrándose en Autum
se topó con su cuñado Roberto el Viejo, asesino de su padre, el
conde de Semur; le llevó como preso ante la asamblea conciliar, y
después de reprenderle e imponerle una seria penitencia le obligó
a dejar la Iglesia como excomulgado durante un tiempo. Se dice
que por aquel entonces la emperatriz Inés, desengañada y ya se-
parada de su rebelde hijo, se llegó hasta Cluny a pedir oraciones y
a ponerse bajo la dirección del abad de Cluny.
En 1066, un gran número de monasterios se adscribieron a
la gran abadía para formar parte de su modo de vida y someter-
se a la inspección regular del abad de Cluny. Sin embargo
durante las visitas a estos monasterios, Hugo no dejó de recibir
algunos improperios y afrentas por parte de monjes menos
convencidos del «Ordo Cluniacense», o de su entorno político
o fmanciero. Encargado por Alejandro n, en 1072, de notificar
la excomunión dictada contra el abad de Reicheneau, que se ha-
bía puesto de parte del príncipe Enrique de Alemania, el futuro
Enrique IV, este débil príncipe, su antiguo discípulo, no le puso
dificultades, pues en el fondo siempre dio muestras de respeto
hacia su padrino de bautismo.
Después de la elección de Gregorio VII en 1073, éste le en-
cargó a Hugo resolver el espinoso asunto surgido entre Mana-
sés, arzobispo de Reims, y la abadía de San-Remi: el litigio, que
duró siete años, probó la paciencia del abad de Cluny y la longa-
nimidad de la Santa Sede. El Papa, que hubiera deseado ver en
Roma a su antiguo amigo para confIarle sus penas, le pidió que,
al menos, exhortase a los fIeles y a los monjes a ponerse de par-
te del pontificado romano tan vilipendiado en aquella época.
En aquellos momentos eran cinco los grandes personajes del
Imperio sobre cuyas cabezas había caído la pena de la excomu-
nión papal. Y hasta el mismo rey de Francia, Felipe Iv, estaba ya
amenazado. Hugo procuró siempre, en tiempo de aquellas cala-
midades, mantener la paz y la concordia de los monasterios
próximos a aquellos acontecimientos.
El emperador, aquel desgraciado ahijado, reunió en Worms
un conciliábulo de obispos alemanes y lombardos, en el que,
presionados por Enrique, dirigieron a Gregorio VII una carta
exigiendo que renunciara a la Sede Apostólica. El Papa le res-
pondió con una sentencia de excomunión. Pero gracias a Hugo
y a su hija espiritual la condesa Matilde, pudo haber una recon-
ciliación del emperador y del papa en Canossa. Después de este
triste episodio, Hugo volvió a Francia, dejando junto al romano
pontífice a su gran prior o vicario de Cluny, Odón de Chatillon,
que fue creado, en 1078, cardenal y obispo de Ostia. Pronto se
enteró de que, con desprecio de todos los compromisos, el Le-
gado papal, Bernardo de San Víctor, había sido arrestado en
Suiza por los partidarios de Enrique IV.
Investido una vez más del título de Legado, Hugo consagró
todo el año 1078 a solucionar asuntos de la Iglesia romana; tuvo
problemas con algunos p~lados, y hasta recibió quejas del
mismo Papa, al que alguiedhabía informado falazmente de que
«mientras él alimentaba erisu abadía a cortesanos y grandes se-
ñores, la gente pobre quedaba relegada al olvido». Como se
sabe, todo era producto e invención de personas resentidas que
intentaban así desacreditar a Cluny ante Gregario VII. Después
del Concilio de Lyón en que fue juzgado, en un último esfuer-
zo, la causa de Manasés de Reims, Hugo tomó el camino de
Roma ya que graves acontecimientos llamaban allí particular-
mente su atención. Enrique de Alemania volvía con más ahínco
a sus antiguos errores; todo 10 ganado en Canossa se había per-
dido, más por culpa del Príncipe que por la de la Iglesia, no te-
niendo más remedio Gregario VII que lanzar de nuevo la exco-
munión contra Enrique Iv.
Víctor In, sucesor de Gregario VII, no ocupó sino algu-
nos años la sede pontifical. En 1088, Odón, cardenal obispo
de Ostia, antiguo prior del abad de Cluny, era elegido Papa, to-
mando el nombre de Urbano n. Notificó enseguida a Hugo su
elección:
«Padre tan añorado, le escribía, ven a consolarme con tu pre-
sencia. Si esto no está en tu poder, envíame alguno de tus hijos,
mis cohermanos. En ellos, encontraré tu caridad y tu afecto».
De camino al Concilio de Clermont, Urbano n se llegó has-
ta su antigua abadía de Cluny y consagró allí el altar mayor de la
nueva iglesia que se acababa de edificar, la más grande de la
cristiandad hasta que en el siglo XVI se empezó a levantar la de
San Pedro de Roma. Después, el Papa, en compañía de Hugo,
marchó a Clermont, en cuyo Sínodo fue decidida la primera
cruzada. El Papa testimonió durante el Concilio su agradeci-
miento a Cluny, en donde la Iglesia había encontrado auxiliares
tan vigorosos, intérpretes tan fieles de sus pensamientos y de
sus deseos.
En 1097, Anselmo de Canterbury, exiliado de su sede, llega-
ba a Cluny para las fiestas de Navidad. Entre el arzobispo yel
abad se estableció una amistad tierna y sincera, fundada sobre
un entero conjunto de sentimientos y sobre una notable seme-
janza de cualidades y virtudes. Hugo encontró en Anselmo una
dulzura y mansedumbre inefable muy semejante a su carácter y
una santidad tan afectuosa y atrayente que respondía absolu-
tamente a lo que era él mismo. Por su parte, el arzobispo tenía
la más alta estima por el abad de Cluny. Por eso Anselmo ha-
bía venido hasta Cluny, para recibir consejo de Hugo y del ar-
zobispo de Lyón, en las ingratas circunstancias por las que
atravesaba.
A Urbano n sucedió Pascual n, monje también del abad de
Cluny, que también fue para su antiguo abad lo que había sido
Urbano n. El papa Pascual viajó para ver de nuevo su antigua
abadía y la confirmó en todos sus privilegios.
Uegado a una edad avanzada, Hugo continuó tratando los
asuntos de especial gravedad. Durante los últimos nueve años
de su abadiato, tuvo que dirimir algunas pretensiones de Nor-
gaud, obispo de Autum, logrando al fm establecer la calma de
aquella diócesis; salvó también a la abadía de Vezelay del pillaje
y de las amenazas de los señores vecinos. Pudo, además, arre-
glar algunas cuestiones espinosas relativas a la elección de los
abades, acaecidas en monasterios de su misma región.
Nunca, empero, desatendió el cuidado de su propia abadía,
en la que se llevaba siempre una fiel observancia animada por
su propio ejemplo. Todos los monjes amaban a su abad con un
tierno amor, lleno de filial respeto; rogaban sin cesar por su sa-
lud. Es a sus oraciones, como a las de los pobres, de los que
Hugo era la providencia, a las que todos atribuyen la protección
milagrosa de que fue un día objeto. Retirado en una celda cerca-
na a la pequeña iglesia de Berzé, cerca de Cluny, Hugo dormía
apaciblemente cuando se desencadenó una tempestad espan-
tosa. Cayó un rayo y una larga línea de fuego se dibujó en
los muros de la iglesia; en un momento el incendio envolvió los
edificios. Monjes y empleados acudieron precipitadamente y
pudieron llegar hasta la celda, encontrando sano y salvo a su
abad, que ni siquiera había sido turbado en su sueño.
En 1109, el año se abrió con una hambruna y, más toda-
vía que de ordinario, la gran abadía fue la providencia de los
pueblos de los alrededores. Cluny dio sin contar. Un día Hugo
estaba en Marcigny y el gran prior le envió aviso de que en el
granero no había más que dar y que las bodegas estaban absolu-
tamente vacías. Se había dado todo por Dios; tocaba pues al
cielo proveer, en este momento, a la angustia del monasterio...
Hugo, lleno de fe, escribip rápidamente una carta a los santos
apóstoles Pedro y Pablo, patronos de Cluny, solicitando su ayu-
da. Escrita la carta la envió por un mensajero, con la misión de
colocarla al pie del altar mayor en cuanto llegase a Cluny. El
monje obedeció puntualmente y se esperó con confianza. La
espera no fue larga, los carros con alimentos comenzaron a lle-
gar; y hubo tal abundancia, que se aseguró la subsistencia para
todo el año. De paso por Marcigny, Hugo se reencontró con
gozo con sus hijas. Pero su despedida fue triste, pues las monjas
de aquel monasterio presentían que les estaba dando un último
adiós; el abad quiso consignar sus sentimientos en una carta
que les entregó y que ellas siempre consideraron como el testa-
mento espiritual que un amado padre deja a sus hijas. Pocos
días después redactaba un testamento análogo para sus hijos de
Cluny y para toda su posteridad.
En el domingo de Ramos de aquel año, los fieles afluyeron
numerosos a la celebración, en la gran basílica. Hugo apareció
con el rostro iluminado, más que de costumbre. Después de los
oficios, un buen paisano pidió obstinadamente poder hablar
con él; quería pedirle que viniera a poner paz en su casa, porque
pronto al abad le llegaría el fin de sus días. Se decía enviado por
un venerable anciano que se le había aparecido. Los monjes tra-
taron a este hombre como un visionario impostor, pero Hugo
lo llegó a oír y dio fe a lo que contaba. El jueves santo por la
mañana, determinó el número de pobres que había que invitar a
la mesa del abad y pronunció la fórmula de la absolución en re-
cuerdo de la antigua reconciliación de los penitentes; por la tar-
de, cumplió la ceremonia del lavatorio de los pies, pero sus
fuerzas le abandonaron y tuvo que retirarse antes de concluir la
ceremonia. El viernes santo llegó a un estado de impotencia tal,
que pudo unirse completamente al sacrificio de la cruz. El sába-
do santo recuperó algo las fuerzas y rogó que lo condujeran a la
iglesia para asistir a la ceremonia de la bendición del cirio pas-
cual. La tarde del día de Pascua, se sintió desfallecer completa-
mente y así permaneció hasta el martes en que todo se dio por
perdido, por lo que dispusieron darle los últimos sacramentos.
Según el rito de la época, después de la unción de los enfermos
el sacerdote le presentó una partícula eucarística sobrepuesta a
un cáliz conteniendo algo de vino mezclado con agua y le pre-
guntó si reconocía en ella la presencia vivificadora del cuerpo
del Señor; Hugo respondió: «Sí, lo reconozco y lo adoro». Una
vez comulgado le presentaron la santa cruz, que él besó con
gran devoción. La cruz fue colocada delante de su lecho para
que el enfermo pudiera contemplarla en todo momento. A con-
tinuación todos los monjes fueron desfilando junto a la cabece-
ra del padre para darle el beso de paz. La muerte no parecía
inminente, y acabados estos ritos tan consoladores y plenos
de significado cristiano, los monjes recitaron el oficio divino, de
rodillas, junto al lecho del abad y quiso el mismo abad dar la
bendición a los lectores de vigilias. Al caer la tarde del miércoles
de Pascua, a su petición, los monjes trasladaron al moribundo a
la iglesia de Santa María. Lo colocaron en el suelo en un le-
cho de ceniza y cilicio ante el altar mayor y allí expiró el 29
de abril de 1109. La edificante muerte de Hugo, según se cuen-
ta, fue revelada a muchos amigos del santo abad antes que lle-
gase la noticia de su muerte por los correos, tal como aconteció
con Geoffroy, el obispo de Amiens, que se encontraba en Pa-
vía, y con el administrador de San Anselmo, que estaba en
Canterbury.
La actividad de Hugo al frente de su monasterio durante
tantos años, así como su fervor en servir a la Iglesia por el bien
de las almas, fue un don espiritual que la divina Providencia de-
paró a la Europa cristiana, ya tan revuelta y tan contradictoria
tanto entre los príncipes laicos como en una jerarquía eclesiásti-
ca demasiado aferrada a modos de pensar y hacer excesivamen-
te humanos. Como se ha visto en este breve recorrido por su
vida, fue el agente de paz, de caridad y discreción, no exento de
valentía y firmeza, que atrajo la atención de la Sede Romana
para encomendarle tan repetidamente el discernir, juzgar, ani-
mar, y aclarar, tanto en e! plano político como en e! eclesiástico,
en los asuntos privados y en los públicos, las conductas de los
hombres, como los de la misma fe y la moral evangélica, espe-
cialmente en los numerosos sínodos y concilios a los que tuvo
que asistir. Este bien se debe tanto a sus dones carismáticos, en
lo humano y en lo divino" 'cuanto a la gran presencia que el
«Ordo Cluniacense» había,Wcanzado en e! centro de Europa y
en muchos reinos alejado~ como lo era España e incluso Ingla-
terra. Fue un arma formidable para la reforma de la Iglesia
puesta etl manos del papado. De los claustros surgieron no so-
lamente santos abades, sino obispos y papas que podían llamar-
se «hijos de Hugm>. El entusiasmo que los Papas y Hugo supie-
ron infundir a la cristiandad europea dio como resultado la
convocación de la primera Cruzada, cuyo decreto en la mayor
parte de su texto se debe a la pluma de Hugo, gran conocedor
de los graves problemas que e! Islam suponía para la Iglesia y
Europa, a través de las noticias que le llegaban de las luchas
y dificultades por las que estaban pasando los reyes de Castilla y
León.
Es conocida su amistad con los reyes de Castilla, especial-
mente con el rey Fernando I y su hijo Alfonso VI (admitido
como oblato secular de Cluny y reconocido como e! más gran-
de benefactor de la gran Abadía), y la labor de reconstrucción
espiritual y eclesiástica que llevó por medio de sus hijos espiri-
tuales, algunos de los cuales ocuparon sedes como las de Tole-
do y Burgo de Osma. Lo mismo, aunque en menor escala, suce-
dió con el rey de Inglaterra Guillermo el Conquistador. En fin,
fue de todos apreciado, hasta tal punto que en una ocasión el
papa Gregario VII le escribió una carta en nombre del concilio
romano agradeciéndole su ingente labor en bien de la Iglesia y
no escarlrnándole los más encendidos elogios, como se hace
con un santo, y preguntando a los padres conciliares si estaban
de acuerdo, todos respondieron unánimemente: Placet, laudamus:
estamos de acuerdo y lo alabamos.
Pocos años después de su muerte, e! papa Calixto n, que
había sido elegido en e! mismo Cluny en 1119, al volver a la
abadía un año después, a la vista de los innumerables testigos
de las virtudes de! siervo de Dios y los no pocos milagros atri-
buidos a la intercesión de Hugo, ordenó que se pudiese cele-
brar solemnemente y darle culto el día de su muerte, culto que
no quedó restringido al monasterio sino que enseguida se di-
fundió por toda la orden cluniacense. En 1220 los monjes de
Cluny solicitaron de Honorio III la autorización para poder
colocar el cuerpo del santo abad en una urna preparada al
efecto, estando el cadáver en perfecto estado de conservación.
La traslación se celebró el 13 de mayo. Las guerras de religión
del siglo XVI acaecidas en Francia acabaron por quemar sus re-
liquias, de las que apenas se pudieron salvar unos pocos hue-
sos. Pero en las cosas de Dios, lo material, lo perecedero, sólo
tiene un punto de referencia que nada empaña su gloria y la de
los santos que tanto lo amaron y que continúan siendo confe-
sores-testigos de su fe y de su esperanza en Cristo que es igual
ayer, hoy y siempre.
LUIS M. PÉREZ SUAREZ, OSB
BibliografIa
BAuDoT, J. - CHAUSSIN, L, 058, Vre des samls el des bzenheureux..., IV (parís 1946) 722-731.
PIGNOT, J. H., Hzslozre de l'ordre de ClU1!y, 3 vals. (Autun 1868).