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SANTA RITA DE CASIA
Religiosa (♰ 1457)
 
SANTA RITA DE CASIA
«¿Quien eres Tu, Señor?»
 
Pregunta acuciante y angustiosa que nos hacemos muchas veces en la vida ante el roce de Dios. Porque, como dice Muller, «Dios es, en verdad, nuestro único tú en el cielo y en la tierra».
 
Nos hacemos esa pregunta siempre que él se cruza con nosotros y tenemos la sensación de lo trascendente sobre nuestra pobre barraca humana. Entonces la presencia de Dios «se hace carne y habita entre nosotros». Como niños medrosos en la noche clamamos: «¿Quién eres Tú, Señor?», sin atrevernos a creer que es él quien se ha metido de rondón en nuestras vidas. Dios mismo asiste emocionado a nuestro asombro y se cumplen aquellas palabras de J. L. Martín Descalzo en uno de sus poemas
 
«Y Dios poso su mano sobre el alma del hombre, y todos los rincones comenzaron de pronto a tener su sentido»
 
Dios tiene infinitas maneras de hacerse presente. Pero casi siempre se le adivina. Y, dentro de esas infinitas maneras, tiene como modos que le son más propios y característicos. Hay un estilo de Dios.
 
Uno de los rasgos que le distinguen, una de las formas de hacerse presente es la de tomarse «revanchas a lo divino». Entonces Dios es más grande, mas majestuoso, más accesible a nuestra raquítica talla que cuando despide rayos desde el Sinaí. Porque entonces es el Dios del Evangelio, el Dios que, a fuerza de ser bueno, hace el milagro de hacernos buenos a nosotros.
 
¡Revanchas de Dios! ¿Quién no las ha experimentado en su vida personal y no las ha presenciado en el mundo y en la Iglesia?
 
Los santos suelen ser las figuras representativas de esas «revanchas a lo divino» porque sólo ellos se prestan a colaborar con absoluto desinterés en los planes de Dios.
 
Un escenario: Italia. Una época: últimas décadas de la Edad Media. Unos personajes: Urbano VI, el antipapa Roberto, Pedro de Luna...
 
Las ausencias de los papas en Roma por la falta de segundad de Italia y por la lucha de los partidos en Roma provocan el cisma de Occidente, con todas sus consecuencias de relajación, indisciplina y desorientación de los espíritus.
 
Wenceslao tenía entre sus manos el Imperio de Occidente Manuel Paleólogo había sucedido a su padre en el Imperio de Oriente, que había entregado al sultán Bayaceto. Casia, después de su rebelión contra la Santa Sede, se vio obligada a combatir con los guelfos.
 
La Iglesia tenía razón para llorar su unidad rota, las costumbres licenciosas de sus hijos, la servidumbre de los papas al poder real. Los derechos de Dios son conculcados. Urge una revancha por parte de Dios, pero él se la toma a lo divino.
 
Para confundir a los fuertes y «a los que son», saca de «los que no son» una espada que ha quedado blandiéndose en los siglos sobre aquel gris informe de tormentas y vejaciones. La saca de Roca Porrena, aldeílla próxima a Casia, perteneciente a la Umbría, para que tenga sólo la luz y la fuerza recibidas de Dios.
 
Rita de Casia es una revancha a lo divino contra los abusos del Medievo italiano. Es una manera de hacerse Dios presente.
 
Bien se podían preguntar en Italia ante aquella niña ignorante y extraordinariamente poderosa: «¿Quién eres Tú, Señor?». Se sentía a su contacto el contacto de Dios.
 
Vivió Rita setenta y seis años. Y fue santa en todas las penosas alternativas de su vida. Pasó por todos los estados: matrimonio, viudez, consagración a Dios en el claustro.
 
Dice Thomas Merton que «cada llamada especial confiere al hombre un lugar particular en el misterio de Cristo, le otorga algo que hacer por la salvación de la humanidad». Pues bien: a Santa Rita le otorgó Dios mucho quehacer por la salvación de la humanidad al hacerla pasar sucesivamente por todos los estados.
 
Nace la niña el 22 de mayo de 1381 de una madre estéril. Sin duda, Amada Ferri, como Sara o Isabel, dio saltos de júbilo al sentir sus entrañas fecundas. Y se siguen los prodigios que, contemplados hoy desde la atalaya de su santidad, son como luceci-llas de Dios en el camino doloroso de su vida. ¿Qué le cuesta a Dios rebasar el orden de la naturale2a por amor a sus escogidos o por amor a cualquiera de sus hijos? Lo raro es que no lo rebase más veces. ¿Será porque nuestra fe no es ni como un grano de mostaza5
 
Y, como a todos, le llegó a Rita esa edad en que canta la sangre en las entrañas, y los dientes en sonrisas blancas, y la mirada en una luz nueva... Trece años. Sus padres la casaron. Con ello su carrera hacia Dios se hizo más consciente, más crucificada.
 
Los procesos de canonización recorren esos caminos intrincados y luminosos. ¡Cuántas virtudes! ¡Cuánta maravilla! (Cuánto de Dios! Me estremecía tenerlos en las manos, porque allí se me hacían vida fresca e inmolada desde el amanecer hasta el ocaso. Y era mucho el peso de tanta santidad.
 
Santa Rita vive su matrimonio ungida con la mirra más amarga. Fernando Pablo es cruel. Y la reduce a una vida dura y penosa. Así dieciocho años. Hasta que él muere asesinado. Los santos aman con una intensidad y con una pureza extraordinarias, porque su amor es la quintaesencia del amor, y el corazón de la santa sufre.
 
La encina nacida entre los riscos de la Umbría tiene estremecimientos terriblemente dolorosos. Es fuerte, pero se siente sacudida hasta las raíces más íntimas de su ser. Sus hijos Juan Santiago y Pablo María quieren vengar la muerte de su padre. Ella ofrece sus vidas antes de que lleguen a consumar el crimen y mueren los dos. No quedan ya lágrimas en los ojos de aquella mujer, que templa su fortaleza en la Madre de un Hijo que murió por todos. Ahora ya puede realizar sus primeras aspiraciones, consagrarse totalmente a Dios en el retiro de un convento de agustinas. Pero es rechazada porque no es virgen.
 
¡Qué madurez maravillosa la de Rita' Huele su campo a espigas granadas y en la quietud serena de sus treinta y dos años puede ya contemplar su vida fecunda a lo humano y a lo divino.
 
Es preciso que vuelva Dios a intervenir con un prodigio para que Rita sea admitida en el convento. Tres santos la introducen en él milagrosamente. Tommaso Nediani describe así este pasaje de la vida de la santa:
 
«Non c'e nessuno a la finestra e la vía e silente e deserta, ma una gran luce meridiana tiene d cielo Infine ella vide, no, non so-gna, e ben desta i suoi Santi Patrom ín una luminosa aureola d'oro, l'austero Giovanni Battista nella pelle di camello, Sant'Agostino nel leratico paludamente episcopale, e San Nicole da Tolentino nel ñero saio agostiniano, che l'invitano ad andaré con loro»
 
Viene después la época de intensas efusiones divinas El dolor pasado ha concentrado y purificado el amor, y ahora su unión con la voluntad divina, su oración, su amor a la eucaristía, su entrega al prójimo, su fortaleza, su prudencia, su justicia, alcanzan unas cimas insospechadas.
 
Hemos dicho que Santa Rita era «una revancha a lo divino» Allí, en un rincón de la Umbría, como un gigante, mientras la Iglesia se desangra, lucha ella las grandes batallas de Dios. Porque estas batallas no se ganan con fuego y con acero, sino con la sangre del propio corazon a costa de un holocausto secreto y constante.
 
Allí vivió pobre, obediente y casta. Bien se le podían aplicar aquellas palabras de San Agustín: «Custodi obedientiam, ut per-cipias sapientiam et percepta sapientia, noli deserere obedien-tiam» (In Ps. 118, XXII, 12) Ella adquirió esa sabiduría ignorada, pero nunca abandonó la obediencia. Penetró hondamente el misterio de la cruz. Como Francisco de Asís, se ve sellada con uno de los estigmas de la Pasión: una espina en la frente, que le produce dolores insoportables y el martirio de ser enojosa a los demás por el repugnante olor que despedía.
 
¿Alucinación? ¿Histerismo? ¿Fantasía?
 
No; es el misterio de la cruz incorporado a su vida, que es ya un tejido indescifrable de dolores. Pero esta crucifixión interior no se manifiesta al exterior mas que por un derroche casi infinito de dulzura y de candad. El amor ha llegado a su plenitud y se desborda en entregas.
 
Va a Roma. Aquella Roma combaüda recibiría con la visita de la Santa un impacto nuevo.
 
No faltan en el último período de la vida de Rita detalles deliciosamente poéticos. Cuando su alma es como una viña cargada de frutos maduros, en un día blanco y adusto de enero, fue a visitarla una amiga. Al despedirse le dijo que si quería algo para su aldea.
 
Sí —le contesto— Os ruego que, apenas lleguéis al pueblo, vayais al huerto de mi casa, cortéis allí una rosa y me la traigais
 
También le pidió dos higos maduros.
 
La mujer creyó que la santa deliraba. No sabía que los delirios de los santos, Dios los hace realidades. En el jardín encontró milagrosamente florecida una rosa y maduros los higos.
 
¡Qué significativo es este pasaje de su vida! Tiene conmovedoras resonancias del Cantar de los Cantares, cuando el Esposo, ansioso ya de la plena posesión de la Esposa, le canta:
 
«Levantate, amiga mía, esposa mía, y ven, que ya ha pasado el invierno y han cesado las lluvias Ya han brotado en la tierra las flores [ ] ya ha echado la higuera sus brotes [ ] Levantate, amada mía, esposa mía, y ven» (3,10-13)
 
¡Qué importa que la naturaleza esté de invierno, si el alma de Rita está como los trigales, rojos y granados por el sol!
 
El 22 de mayo, al cumplir cabalmente setenta y seis años, en el año de gracia de 1457, entregó a Dios su espíritu.
 
Sirvió de edificación en su muerte, como había servido en su vida, porque la muerte de los justos es preciosa a los ojos de Dios.
 
Fue santa hasta la hora de nona... y ¡qué difícil resulta eso a la frágil naturaleza humana! Una santa de la Edad Media que podría emplazarse muy bien en nuestros días. Una maravillosa conjugación de valores divinos y humanos, de estados de vida.
 
La noche de la fe de los santos, y por extensión de los cristianos, es la contrapartida más lograda a la noche de desesperanza y angustia de la época actual.
 
Los modernos pensadores hablan de «un hálito oscuro» que impregna los años que están por vivir. Ese vaho todo lo vuelve negro y amargo, monótono y vacío. Es el paso de la angustia, que troncha de raíz la vida del espíritu.
 
En cambio, en las noches de la fe, aunque más torturantes porque el alma ha experimentado en otros tiempos algo de la luz de Dios,
 
«Estamos llenos de presentimientos, experimentamos una proximidad muy grande como de brazos abiertos y desde las estrellas un interminable advenimiento...».
«Nos hallamos envueltos por este nocturno raudal de la lu\ de la fe, y allí estamos y vivimos, amando como se ama con sencillez, sin buscar la razón o la esencia de la vida» (M. Muller, Angustiay esperanza [Barcelona 1956]).
 
La fe es la que tiene poder para cambiar el «hálito oscuro» de los modernos pensadores en hálito de esperanza. Y ya con la esperanza se superan obstáculos, se allanan los caminos.
 
Los santos están revestidos de un cierto sentido de infinitud y producen en el alma la impresión de lo que está muy cerca de Dios. Dijimos que él les constituye en sus colaboradores, y por ello se obliga a regalarles más con sus dones. Los santos son un eco de la eternidad de Dios. Por eso para ellos no hay tiempos ni lugares, aunque también respondan, en el orden de la Providencia, a la necesidad concreta de un tiempo y un espacio.
 
Santa Rita, como todos los santos, es un triunfo definitivo de la fe y del amor. De ese amor que nunca se da por vencido.
 
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